viernes, 29 de junio de 2012

Ironía de la coincidencia


Existe un documental  muy bueno llamado La Corporación que salió en el 2003 hecho por unos canadienses. En ésta plantean una crítica hacia las corporaciones con el subtítulo de ¿Instituciones o psicópatas? Y que durante las más de dos horas comentan sobre la falta de ética que tienen las empresas al hacer sus negocios. Así como en Tiempos Modernos de Charles Chaplin en 1936 que desde ése entonces ya existía esa forma de crítica. Un pensamiento en serie, ya pre hecho todos nuestros actos.

Y así fue, siempre paso por el mismo lugar de regreso a casa, esquivo los mismos charcos y tierra mojada. Inclino mi cuerpo en la misma subida siempre evitando el resbalarme. Miro siempre el árbol de hojas secas.  Observo el letrero de “SE VENDE” de un departamento que lleva años sin ser habitado. Al cruzar la calle, meto mi mano a la bolsa para sacar un cigarro, y siempre prenderlo antes de terminar de cruzar. Hasta ese entonces saco mi celular para poner las mismas canciones que me acompañan de regreso a mi casa. Todo los días han sido así, lo mismo, sin ninguna variación, y cuando la hay,  suponía que no sabría cómo reaccionar.

Entonces fue hasta después de la trayectoria banalmente intrínseca que vi una llamada perdida —nadie me llama a esa hora—  me dije después de haber leído el nombre del remitente pero sin haber terminado de concluirlo sinápticamente.

—¿Por qué me llamó? ¿Hace cuánto? — así que sin tener un simulacro de qué hacer en estos casos decidí llamar de regreso inmediatamente.

Primer tono. Me muerdo el labio inferior de nervios.
Segundo tono. Exhalo aire hacia mi cabello mirando hacia arriba.
Tercer tono. Mis manos empiezan a ponerse frías —Algo le pasó, no contesta y bueno, aparte no tiene por qué ya llamarme más— me dije mientras llevaba mi mano a la frente y empecé a alejarme del lugar.
Cuarto tono. Tiro el cigarrillo a la mitad.

—Bueno— Contestó con una voz tímida, como hace meses.
—Hola, ¿Cómo estás? ¿Qué pasó? Vi tu llamada.
—Hola, sí, te marqué. Es que estaba pasando por aquí y te vi, pero no me viste y te marqué.Si, te vi. Hasta creo que me vio tu amigogresarme a
e concluirlo.
celular para poner las mismas canciones que me acompañan de r
—¿En dónde? — De alguna forma primitiva reaccioné. Ya estaba lejos de ahí.
—Por los camiones.
—¿Camiones? ¿Cuáles camiones?.
—Los camiones de aquí.
—Ah— no supe a qué camiones se refería —¿Y sigues ahí? ¿Dónde estás?— En ese momento quise parar mi camino y regresarme a los camiones.
—Si, te vi. Hasta creo que me vio tu amigo.
—Y ¿por qué no me gritaste?.
—No soy muy fan de gritarle a la gente— Qué mal, lo hubiera hecho. Pensé.
—Pues a mi amigo le hubieras señalado a donde estaba y ya.
—No soy muy fan de… señalar a la gente.

Y ahí empezó el momento de unos escasos segundos callados, queriéndonos decir todo, lo cuánto nos hemos extrañado, las ganas que aún tenemos de besarnos. De decirle “Espérame ahí, no te muevas, ya llego” o que me diga “Regresa, si te marqué es porque quiero verte otra vez, por lo menos que sea una última mejor vez.”

—Es que iba hablando, iba en tercer plano mi concentración diciéndole algo a mi amigo— Qué respuesta tan tonta.
—Y ¿Qué haces por acá? — Repliqué.
—Vine a visitar a mi papá, es que lo operaron de la rodilla y vengo a darle unas tarjetas— O eso creí que me dijo, estaba en una lucha moral de decidir si era lo correcto regresarme y pasar un tiempo juntos. Pero no podía dejar atrás el hecho de que tiene una nueva relación y que yo, ya lo estaba superando.
—¿Y está bien?
—Si, sí ya está mejor, gracias— Destacando su cordialidad, como siempre. Una de las tantas cosas que me cautivaron de su ser.
—Bueno, pues, qué mal que ya no nos pudimos ver.
—Sí.
De nuevo el silencio, y las pocas palabras que emitíamos eran con un tono de nerviosismo.
—Bueno— Mi palabra característica de mi estado parecido a un neurasténico.
—Bueno pues, que se mejore tu papá.
—Si, gracias.
—Y supongo que, bueno, pues, espero un día sí verte.
—Pensé que no querías contestar o no querer verme— Tenía tantas ganas de decirle “¡Si todo este maldito tiempo lo que he querido es verte y estar contigo como antes!” pero no.
—No cómo crees, es que soy, bueno, ya te diste cuenta que estoy en una distracción total, pero no era por eso, sí quiero verte.
No dijo nada, era claro que esperaba a que dijera la palabra clave, la que los dos necesitábamos. Y no la dije.

Rápidamente me dije que no debería colgar así nada más. Que dejara esa actuación lineal de siempre, sin importar todo el itinerario ya marcado por hora para este día, sabía que era la oportunidad que dejamos ir varias veces. Estar por última vez juntos, riéndonos, mirándonos, platicándole eventos históricos o científicos, contándonos historias personales al punto de mofarnos a pesar de que hayan sido malos momentos. Ir a restaurantes y sin darnos cuenta, nos trataran  los meseros como si ya fuéramos pareja. Lo sabía, acababa de ver un documental de más de dos horas diciéndolo con símbolos que está mal ser así. De eso iba discutiendo con mi amigo y concentrado en eso, queriendo hacerle entender a él y al los demás —Es que hay que cambiar nuestra forma de pensar y de hacer las cosas— le dije.

 Pero también sabía que ya no tenía por qué seguir buscando en todas partes a ver si estaba. Ya había dejado ése sentimiento amoroso que me hacía chiflar la principal estrofa de la canción que la había dedicado, de cantarla completa en la regadera, de buscar en fotografías alguna la similitud del sentimiento. Porque sabía lo que Marguerite Yourcenar parafraseó el siglo pasado, “No hay amor infeliz, sólo se tiene lo que se tiene. No hay amor feliz, lo que se tiene, ya no se tiene.”

Siempre pasa así, —o a la gente que somos así— se piensa tanto en el momento que, a la hora de la toma de decisiones se hacen mal. Sabía que mi ideología del amor fue inventada desde el siglo XII por tradiciones medievales, querer mandar al carajo o seguir linealmente el De Arte Honeste Amandi de  Andreas Capellanus. Decirle que no tiene descripción lingüística y etimológica la acción que hizo de volver a una relación cuando ya estábamos describiéndonos cuánto nos gustábamos y desde cuándo. Tenía ganas de ir otra vez por un yogurt orgánico pero que seguramente ya no era exclusivo de los dos. Expresar cuánto despreciaba su indiferencia mientras se relacionaba con otra persona. Volverle a cantar la canción que le dediqué una madrugada. Volverle a contar que los primeros taxis fueron idea de Franz Von Taxis en 1504, y que así creó por primera vez una línea regular de coches de correo entre Holanda y Francia. Corregirnos la ortografía con los mensajes que enviábamos por las mañanas. Hacerle burla sobre su tono de voz con timidez por teléfono. Volver a ser nosotros aunque, ya centrándome en la realidad, mejor que no diga nosotros, si no es conmigo.

Y antes de decirle algo, recordé lo que dijo Prince y que no tuve el valor de decírselo, “Puedo cenar en un restaurante lujoso, pero nada, nada se compara a ti.”
—Bueno pues, ya me voy.
—Ok, te cuidas.
—Igual tú.
—Bye.
—Adiós.

Qué imbécil soy, ya colgué.

No hay comentarios:

Publicar un comentario